Hubo una vez, en Concordia, un sonido que volvía a latir después de años de silencio. Era el rumor metálico de los rieles, el soplido cansado pero digno de una locomotora que regresaba, y la emoción contenida de quienes nunca dejaron de creer que el tren podía volver. No era una fantasía romántica ni un capricho nostálgico: era trabajo, era identidad, era futuro.
El sábado 26 de marzo de 2005, después de una década de abandono, el tren volvió a salir desde Concordia hacia la estación del parador Ayuí, en el área de la represa binacional Salto Grande. Más de 170 turistas provenientes de Buenos Aires, La Rioja, Santa Fe, Córdoba, La Pampa y distintos puntos de Entre Ríos eligieron ese fin de semana largo para ser parte de una experiencia que combinaba turismo, integración regional y reparación histórica.
Detrás de esa postal había algo mucho más profundo: el esfuerzo silencioso y persistente de los ex trabajadores ferroviarios, organizados en la Cooperativa de Trabajo Ferrotur Mesopotámica, nacida en 1997, cuando el ferrocarril entrerriano había quedado herido de muerte tras el cierre del ramal Urquiza en 1992, durante la década menemista. Aquellos hombres habían visto desaparecer su fuente de trabajo, pero no resignaron ni el oficio ni la memoria ferroviaria.
Ferrotur consiguió unidades en desuso en Paraná y las trasladó a Concordia para recuperarlas. Eran coches primera, pullman y un coche turístico que, tras meses de trabajo artesanal, volvieron a rodar. Con ese material, en 2004 pusieron en marcha el tren turístico que partía desde Concordia Central, recorría 17 kilómetros y finalizaba a metros de la represa. Hasta fines de 2008, transportaron cerca de 8.000 personas, desde jardines de infantes hasta escuelas de adultos.
El recorrido no era solo un traslado: era un viaje por la geografía social y urbana de la ciudad. El tren pasaba por el hipermercado, el polideportivo, el kilómetro 6, la Pampa Soler, el Golf Club, barrios de autoconstrucción, el cementerio del Pinar del Campanario, la cantera de Scebola, la villa termal, el autódromo, el puerto y el Campo El Alambrado, hasta llegar a Ayuí. Desde allí, colectivos llevaban a los pasajeros a recorrer la represa y una lancha los paseaba por el lago. Para muchos chicos y chicas fue la primera vez que vieron su ciudad desde los rieles.
Aquel día inaugural de 2005, el entonces gobernador Jorge Busti recorrió parte del trayecto junto a los visitantes y habló de “un puntapié inicial para la reactivación ferroviaria en toda la provincia”. Se anunciaron gestiones ante la Nación, pedidos de máquinas, autorizaciones para cruzar a Salto, ampliaciones de recorridos. Se habló de unir Concordia con Concepción del Uruguay, de Basavilbaso a Paraná, de atraer turismo desde Buenos Aires e incluso de un servicio desde Federico Lacroze hasta el litoral. Algunas promesas se cumplieron por un tiempo. Otras nunca pasaron del anuncio.
La idea original de Ferrotur siempre fue unir Concordia con la ciudad de Salto, pero nunca obtuvieron autorización para cruzar al vecino país. Las gestiones eran complejas: Cancillería, Aduana, Migraciones. Paradójicamente, no había entonces ningún tren de pasajeros argentino que cruzara una frontera internacional. Aun así, la cooperativa formaba parte activa de cada intento de reactivación y asesoraba a la Provincia en los emprendimientos ferroviarios.
En 2008 llegó otro golpe silencioso. En el convenio de comodato se establecía que los coches seguían siendo propiedad de la Provincia y que, si se decidía reactivar el servicio regular de pasajeros, podían ser reclamados. Así ocurrió. Las unidades en mejor estado fueron llevadas a Paraná y utilizadas en los servicios Paraná–Basavilbaso y Paraná–Concepción del Uruguay. Ferrotur quedó sin material rodante y, con ello, sin actividad directa, aunque nunca dejó de ser parte del proyecto ferroviario entrerriano.
Pero lo que sí fue real —y profundamente humano— fue la escena dentro de los vagones mientras el tren existió: el maquinista, el guarda, el encargado de controles, todos ex ferroviarios, atendiendo a pasajeros y periodistas con una mezcla de profesionalismo y emoción difícil de disimular. En sus rostros se veía algo más que satisfacción laboral: era la alegría de volver a escuchar el tren andar. De volver a ser.
Esa reconstrucción paciente y colectiva fue finalmente brutalmente interrumpida cuando el entonces gobernador Sergio Urribarri ordenó el retiro de toda la formación ferroviaria que los trabajadores habían recuperado con años de esfuerzo. No hubo explicaciones claras. No hubo debate público. No hubo respeto por el trabajo realizado ni por los fondos nacionales que habían respaldado el proyecto, cuyo destino aún hoy permanece envuelto en dudas, especialmente frente a las cifras millonarias que posteriormente se anunciaron para la supuesta reparación integral de las vías ferroviarias entrerrianas, jamás investigadas por la Justicia.
Lo que siguió fue devastación. Las formaciones retiradas quedaron abandonadas, desmanteladas y canibalizadas en galpones y playas de maniobras de la ciudad de Paraná. Donde hubo motores en marcha, quedaron hierros oxidados. Donde hubo planificación y esperanza, se impuso la soberbia, el egoísmo y la desidia de un poder político que no toleró una experiencia exitosa nacida desde abajo, desde los trabajadores.
Hoy, ese daño es irreparable. Pero la memoria no.
Este relato no es solo un recuerdo: es un homenaje. A los ferroviarios de Concordia que demostraron que el tren podía volver. Que el Estado podía articular con cooperativas. Que el desarrollo regional no era una utopía. Y también es una denuncia histórica: porque lo que se destruyó no fue solo una formación ferroviaria, sino una oportunidad concreta de integración, trabajo y futuro.
Concordia tuvo un tren.
Y quienes lo hicieron posible merecen algo más que el olvido.
Alejandro Monzón – Análisis Litoral
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