Concordia, capital del empobrecimiento planificado

En estos días de junio de 2025, el escándalo de la coordinadora de los comedores ocupa las portadas y los discursos moralistas. Pero en Concordia, ciudad que encabeza año tras año los índices de pobreza en Argentina, la corrupción no es novedad: ha sido una forma de gobierno consolidada, una estructura paralela que ha sobrevivido a todos los signos políticos. No es un caso. Es un sistema.

¿De qué se sorprenden? ¿Acaso no sabían? Concordia lleva más de cuatro décadas siendo una ciudad gobernada por políticos que se hicieron millonarios mientras sus vecinos caían en la indigencia. Aquí los patrimonios de exfuncionarios crecen con la misma velocidad que las villas y los comedores populares. Una elite político-empresarial fue perfeccionando su dominio sobre la pobreza, no para erradicarla, sino para administrarla.

Los que hoy se rasgan las vestiduras ante los nuevos “descubrimientos” de corrupción, ayer aplaudían en silencio o se beneficiaban del reparto. Era un secreto a voces: bolsas de alimentos, chapas, colchones, electrodomésticos y hasta “ravioles blancos” —sí, cocaína fraccionada— repartidos como dádiva electoral. Una máquina clientelar perfectamente aceitada que transformó la necesidad en herramienta de control político.

Gobernadores, ministros, intendentes, concejales, punteros y gremialistas construyeron su bienestar sobre la indigencia ajena. No solo no se fueron: muchos siguen ocupando cargos o se han jubilado con privilegios, sin haber trabajado durante años. Los hay enquistados en la administración pública provincial, algunos protegidos por pactos de impunidad silenciosos. La corrupción en Concordia no es una anomalía: es la regla. Y es transversal.

También hay complicidades en el mundo empresarial, comercial, mediático. Empresas que crecieron a la sombra del Estado, medios que jamás investigaron ni cuestionaron a sus anunciantes oficiales, periodistas que hoy se indignan pero que durante años callaron —o aplaudieron— cuando la pauta era generosa. La corrupción no es solo política: es cultural. Se naturalizó como parte del paisaje.

Y mientras tanto, ¿qué queda para el ciudadano honesto? ¿Resignarse? ¿Taparse los ojos? ¿Votar al menos malo? ¿Conformarse con que “todos roban”? Esa resignación es el verdadero triunfo de la corrupción. Es el combustible que mantiene viva esta maquinaria de empobrecimiento planificado.

Concordia necesita despertar. No se trata solo de cambiar nombres en las boletas, sino de romper el pacto de silencio. La pobreza no es una fatalidad geográfica ni climática: es el resultado de decisiones políticas, de estructuras que se benefician del caos. Y hasta que no haya consecuencias reales, justicia verdadera y memoria colectiva, todo En estos días de junio de 2025, el escándalo de los comedores vacíos y fantasmas ocupa las portadas y los discursos moralistas. Pero en Concordia, ciudad que encabeza año tras año los índices de pobreza en Argentina, la corrupción no es novedad: es una forma de gobierno consolidada, una estructura paralela que ha sobrevivido a todos los signos políticos. No es un caso. Es un sistema.

¿De qué se sorprenden? ¿Acaso no sabían? Concordia lleva más de cuatro décadas siendo una ciudad gobernada por políticos que se hicieron millonarios mientras sus vecinos caían en la indigencia. Aquí los patrimonios de exfuncionarios crecen con la misma velocidad que las villas y los comedores populares. Una elite político-empresarial fue perfeccionando su dominio sobre la pobreza, no para erradicarla, sino para administrarla.

Los que hoy se rasgan las vestiduras ante los nuevos “descubrimientos” de corrupción, ayer aplaudían en silencio o se beneficiaban del reparto. Era un secreto a voces: bolsas de alimentos, chapas, colchones, electrodomésticos y hasta “ravioles blancos” —sí, cocaína fraccionada— repartidos como dádiva electoral. Una máquina clientelar perfectamente aceitada que transformó la necesidad en herramienta de control político.

Gobernadores, ministros, intendentes, concejales, punteros y gremialistas construyeron su bienestar sobre la indigencia ajena. No solo no se fueron: muchos siguen ocupando cargos o se han jubilado con privilegios, sin haber trabajado durante años. Los hay enquistados en la administración pública provincial, algunos protegidos por pactos de impunidad silenciosos. La corrupción en Concordia no es una anomalía: es la regla. Y es transversal.

También hay complicidades en el mundo empresarial, comercial, mediático. Empresas que crecieron a la sombra del Estado, medios que jamás investigaron ni cuestionaron a sus anunciantes oficiales, periodistas que hoy se indignan pero que durante años callaron —o aplaudieron— cuando la pauta era generosa. La corrupción no es solo política: es cultural. Se naturalizó como parte del paisaje.

Y mientras tanto, ¿qué queda para el ciudadano honesto? ¿Resignarse? ¿Taparse los ojos? ¿Votar al menos malo? ¿Conformarse con que “todos roban”? Esa resignación es el verdadero triunfo de la corrupción. Es el combustible que mantiene viva esta maquinaria de empobrecimiento planificado.

Concordia necesita despertar. No se trata solo de cambiar nombres en las boletas, sino de romper el pacto de silencio. La pobreza no es una fatalidad geográfica ni climática: es el resultado de decisiones políticas, de estructuras que se benefician del caos. Y hasta que no haya consecuencias reales, justicia verdadera y memoria colectiva, todo seguirá igual.

Porque no es falta de recursos. Es falta de vergüenza.seguirá igual.

Porque no es falta de recursos. Es falta de vergüenza.

Concordia #EntreRíos #Corrupción #Pobreza #Argentina #JusticiaSocial