En la política argentina, pocas jugadas simbolizan tanto el cinismo del poder como la traición de Néstor Kirchner a Eduardo Duhalde. No fue solo una disputa interna del peronismo: fue una lección brutal sobre cómo funciona la casta cuando el objetivo no es transformar el país, sino perpetuarse a cualquier costo.
El padrino y el delfín
En 2003, Eduardo Duhalde era el hombre fuerte que había logrado apagar el incendio del 2001. Consciente de que no podía presentarse como candidato, eligió a Néstor Kirchner, un gobernador ignoto de Santa Cruz, como su “delfín”. Lo sostuvo con estructura, aparato y votos bonaerenses. Fue su padrino político. Sin Duhalde, Kirchner jamás hubiera llegado a la Casa Rosada.
Pero en Argentina, la gratitud dura menos que una campaña electoral.
La jugada maestra: 2005
Kirchner no tardó en mostrar sus verdaderas cartas. En vez de reconocer a Duhalde como aliado, lo apuntó como obstáculo. Y lo hizo en el lugar donde más dolía: la provincia de Buenos Aires.
La maniobra fue quirúrgica. En las elecciones legislativas de 2005, puso a Cristina Fernández de Kirchner a enfrentar a Hilda “Chiche” Duhalde. Era mucho más que una pelea entre esposas: era el duelo definitivo por el poder en el principal distrito del país.
El resultado fue aplastante. Cristina arrasó y Chiche quedó derrotada. Con esa jugada, Kirchner liquidó la influencia de Duhalde y se adueñó del peronismo. El alumno no solo superó al maestro: lo borró del mapa político.
La casta en su máxima expresión
Ese episodio revela la esencia de un sistema político donde las alianzas son descartables, la lealtad es un decorado y el pueblo es apenas espectador de una partida de ajedrez que no le devuelve nada.
Kirchner construyó poder traicionando al hombre que lo había puesto en la presidencia. Y con esa lógica de rosca y puñaladas internas se gobernó la Argentina durante las dos décadas siguientes.
Memoria para no repetir
Los argentinos no podemos olvidar esa historia. Porque hoy, disfrazados de nuevos relatos, se repiten las mismas prácticas: dirigentes que hablan de patria mientras negocian cargos; gobernadores que se juntan “para salvar la democracia” cuando en realidad buscan salvarse ellos mismos; y candidatos que prometen cambios mientras preparan la próxima traición.
La traición de Kirchner a Duhalde no fue un accidente. Fue la confirmación de que en la casta política no hay épica, solo intereses. Y cuando la memoria se diluye, esas jugadas vuelven a repetirse, hipotecando el futuro de nuestros hijos y condenando a nuevas generaciones a la frustración y la pobreza.
Nunca más a la rosca como destino
La Argentina necesita recordar para no volver a entregarle el poder a quienes solo saben usarlo para su propio beneficio. La historia de Kirchner y Duhalde debe ser un recordatorio vivo de que cuando la política se convierte en un ring de egos, lo único que pierde es el país.
Si no aprendemos de esas traiciones, el futuro será apenas la repetición de un pasado que ya nos destruyó.
AM para Análisis Litoral