El caso del pastor Baldomiro Runge y las sentencias contra otros referentes eclesiásticos revelaron una trama de abusos y silencios: pocos fueron sentenciados.
Durante la primera década de los 2000, Misiones fue escenario de una serie de causas judiciales que cuestionaron la autoridad moral de distintas instituciones religiosas. Las denuncias por abusos sexuales cometidos por líderes espirituales, que en su momento generaron conmoción y debate -incluso hasta la fecha-, derivaron en condenas ejemplares y en un cambio de paradigma sobre cómo la Justicia y la sociedad enfrentan los delitos sexuales dentro de los ámbitos de culto y de aquellos espacios que, para muchos, significaban refugio y contención.
Uno de los casos más emblemáticos fue el del pastor evangélico Baldomiro Runge, quien durante años dirigió el hogar de niños Esperanza en San Vicente. En 2004, cuando estaba al frente de esa institución, cometió abusos contra menores alojadas en el lugar. Hechos que fueron comprobados y juzgados en el 2022, fecha desde la que purga una condena de 18 años de prisión de cumplimiento efectivo.
Fue largo el proceso judicial, pero finalmente en septiembre de ese año el Tribunal Penal Uno de Oberá lo declaró culpable por los delitos de abuso sexual con acceso carnal agravado por su rol de ministro de culto y guardador, además de abuso sexual simple reiterado y amenazas, todos en concurso real.
La fiscal Estela Salguero, encargada de sostener la acusación, describió durante el juicio la vulnerabilidad de las víctimas y la manipulación ejercida por el pastor. En sus alegatos señaló que las niñas “vivían en un infierno del que no podían escapar”, ya que Runge utilizaba su posición de autoridad espiritual para intimidarlas. A ello se sumaba que “estaban en un estado de vulnerabilidad en el que se encontraban sin sus padres y sin otro lugar dónde vivir, dónde comer, no tenían cómo escapar del infierno hasta que apareciera alguna posibilidad para irse”.
En paralelo, la provincia fue testigo de otros procesos similares. En 2012, el sacerdote de la fe católica bizantina, Ladislao Chomyn, fue condenado a cuatro años de prisión por el abuso sexual de una niña de cuatro años ocurrido en 2003, en las instalaciones del Instituto San Josafat de la ciudad de Apóstoles. Por su avanzada edad, cumplió la pena bajo arresto domiciliario: terminó sus días en la Tierra Colorada, donde falleció hace unos años.
En la diócesis de Puerto Iguazú, otros nombres también quedaron asociados a investigaciones por delitos similares. El sacerdote Miguel Ángel Santurio, uruguayo naturalizado en Argentina, fue investigado por trata de personas y abuso de jóvenes feligreses. Aunque la Justicia ordinaria no lo condenó, un tribunal eclesiástico lo expulsó del clero en 2012 por conductas “contrarias al espíritu de la Iglesia”, según reza el archivo de la organización estadounidense Bishop Accountability.
De modo similar, el cura Aníbal Valenzuela fue apartado en 2007, tras años de denuncias en Eldorado. Éste tampoco llegó a un juicio penal por los hechos que se le acusaron.
Manoseos en la escuela
Durante el debate contra Chomyn, se conocieron detalles escabrosos de los manoseos a los que, según los jueces que dictaron sentencia, era sometida la menor, que hoy tiene 25 años.
Por la sala de audiencias pasaron desde los padres de la víctima hasta los docentes del instituto, quienes coincidieron que el cura “mantenía una relación tan buena con los niños que hasta era un Dios para ellos”.
A pesar de los testigos que intentaron preservar a toda costa la imagen del cura, fueron más fuertes los elementos probatorios que confirmaron su culpabilidad. Durante la instrucción, la niña dio detalles precisos de la habitación del condenado que fueron acreditados durante un allanamiento.
La madre declaró que su hija contó que “Chomyn la llevó a su habitación sacerdotal y le pidió que le muestre su carita, le bajó la ropa interior, la tocó y luego de dio caramelos”. A ello le siguió un segundo abuso “en el kiosco que el hombre atendía diariamente”. De ahí partió la acusación que mucho tiempo después se transformó en condena.