Kirchnerismo: el fin de la paciencia argentina

Por qué más de medio país quiere dar por terminada una era política que prometió justicia social y terminó dejando deudas, privilegios y fractura

En Argentina, no se trata ya de una grieta ideológica, sino de un hartazgo existencial. Más de medio país quiere desterrar al kirchnerismo, no por diferencias doctrinarias sino por la sensación de haber sido usado, saqueado y condenado a vivir en un eterno experimento fallido.

De promesas a privilegios

El kirchnerismo nació en 2003 con un discurso de reparación social y defensa de los más vulnerables. Al principio, muchos creyeron. El país salía de la crisis del 2001 y había sed de liderazgo. Pero con el tiempo, los gestos épicos se transformaron en un sistema cerrado: un club político donde el relato servía para encubrir privilegios, corrupción y amiguismo.

La “redistribución” terminó beneficiando a quienes estaban cerca del poder. La clase media —motor de la economía— fue convertida en un cajero automático al que se exprimía con impuestos, inflación y devaluaciones, mientras se protegía un aparato estatal clientelar.

Corrupción: de sospecha a certeza

El deterioro de la imagen kirchnerista no vino solo por la economía. La acumulación de escándalos —desde la valija de Antonini Wilson, pasando por Lázaro Báez y los bolsos de José López, hasta la causa Vialidad— terminó convenciendo incluso a antiguos votantes de que la corrupción no era un exceso aislado, sino parte de la estructura misma del poder K.

El mensaje fue claro: “nosotros primero, el resto después”.

El precio de la hegemonía

El kirchnerismo intentó instalarse como una fuerza hegemónica, colonizando organismos del Estado, la Justicia y medios de comunicación. La idea de alternancia democrática fue reemplazada por la lógica de supervivencia personal de una élite política.

Cada crítica era “ataque de la derecha”; cada protesta, “golpe blando”; cada pedido de transparencia, “lawfare”. El enemigo siempre estaba afuera, pero los problemas reales —pobreza, inflación, inseguridad— crecían adentro.

La pobreza como herencia perpetua

Hoy, uno de cada dos argentinos es pobre o casi pobre. Y esa cifra se disparó durante los últimos mandatos kirchneristas. Lejos de generar movilidad social, el modelo produjo dependencia del Estado como forma de control político. En vez de oportunidades, planes; en vez de educación de calidad, adoctrinamiento; en vez de empleo genuino, militancia paga.

Una generación que no olvida

El hartazgo se siente en las urnas y en la calle. Hay una generación que creció viendo cómo el kirchnerismo convertía la política en un botín y la justicia en un arma de defensa propia. No olvidan las cadenas nacionales, las listas negras, el desprecio por la prensa crítica, ni las fortunas inexplicables de funcionarios que entraron a la función pública con un auto usado y salieron con estancias, hoteles y empresas.

El fin del miedo

La novedad es que, por primera vez en años, más de medio país perdió el miedo a decir que quiere desterrar al kirchnerismo. El voto anti-K no es solo opositor: es una demanda de cierre definitivo, una exigencia de que la política deje de girar alrededor de una sola familia y su círculo de poder.

En la Argentina de hoy, la verdadera “batalla cultural” no es entre izquierda y derecha, sino entre quienes defienden un sistema de impunidad y quienes reclaman que las reglas sean para todos.

Analisis Litoral