Cuando el destino es el hotel

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Ana Puértolas fue la directora editorial de las tres revistas con el sello National Geographic que RBA edita en España: la clásica del marco amarillo, Viajes National Geographic e Historia National Geographic. Pero la conocí unos lustros antes, en 1991. Acababa de publicar el libro Viajad, viajad malditos y nos escribía la página “Distancias” que ponía el broche final a cada número de la revista de viajes Altaïr. En una de ellas, titulada “Sobre hoteles y clases”, aventuraba que las personas realmente millonarias no viajan: simplemente suben a aviones para disfrutar de hoteles de prestigio. Y en esos casos, lo más elegante era mencionar únicamente el nombre del establecimiento (Il San Pietro, La Mamounia, Le Negresco, Danieli…), sin otorgar importancia al lugar, el país o incluso el continente en que este se hallaba. Esa idea tomó cuerpo tras un encuentro con una antigua compañera de estudios, “espléndidamente casada” según sus palabras. Al contarse los planes para el verano, la amiga dice: “Nosotros vamos al Pitrizza”. Cuando le aclara que se trata de un hotel y Ana pregunta dónde está, obtiene por respuesta: “No lo sé; vamos vía Roma”.

Indagando, Ana descubre que el Pitrizza está en Cerdeña, en la Costa Esmeralda; a partir de ahí, ironiza sobre quienes se pueden permitir el lujo de volar de suite en suite, en hoteles sin ciudad o país que los ampare. “Buen humorista: la frase puede ser verdad con solo cambiar el tono”, dice un aforismo del gran historiador del arte José Camón Aznar. Treinta años después, aquella columna de Ana Puértolas, entre bromas, parece haberse anticipado a su época. Los hoteles de lujo y sus precios se han multiplicado varias veces y los establecimientos más exclusivos del planeta rivalizan al alza en sus tarifas. Pero las clases altas y medias también se apuntan a esa tendencia en la medida de sus fuerzas. Hoy valoramos cada vez más los hoteles que nos acogerán durante un viaje y dedicamos tiempo a elegirlos pues, a fin de cuentas, serán nuestro campamento base fuera de casa. Los establecimientos cobran protagonismo por su ubicación, la calidad, los comentarios en las redes… Y las agencias de viajes destacan su nombre y el número de estrellas junto al del destino que comparten.

La aureola que envuelve los grandes templos del lujo que ofrecen habitaciones privadas hace que cada vez más personas aspiren a conocerlos. Y cuando sería un sinsentido pagar una noche, se puede probar a tomar un té en el salón… Así lo intenté unas Navidades en que viajé con mi amigo Isidoro a MarrakechÉramos jóvenes y nos alojábamos en un modesto riad de la ciudad antigua, antes incluso de saber lo que significaba esa palabra. La familia que alquilaba algunas habitaciones en torno al patio central de su vivienda nos acogió calurosamente. Por las noches, nos asombraba la profundidad del silencio entre aquellas gruesas paredes, así como la calidad de las mantas de lana tejidas a mano. Pero, como tantos europeos, sentíamos curiosidad por ver hasta dónde llegaba el lujo de La Mamounia y pedimos al conductor de un triciclo que nos llevase a él. Nuestra condición de extranjeros sin embargo no nos sirvió para franquear ni la primera garita. Al ver el carricoche y nuestras discretas ropas, el portero nos indicó que no podíamos pasar a tomar un té: “Aujourd’hui, il vient monsieur le ministre”, nos susurró de forma casi confidencial y muy poco creíble. De modo que tuvimos que dar marcha atrás.

Fue aquel un viaje espléndido, pleno de humor, en el que nos movimos a gusto y entablamos amistad con personajes variopintos: un joven que exprimía zumos de mandarinas en el zoco cuyo grato sabor aún recuerdo, algunos vendedores de té y dulces intensamente especiados en la plaza Jemaa el Fna, a la que acudíamos sin falta cada noche. Como a Elías Canetti en su libro Las voces de Marrakesh, nos conmovía la salmodia de los mendigos ciegos. Y asentíamos con este escritor en que el verdadero precio de un producto (tetera, babuchas, chilaba…) era un secreto del vendedor. Variaba para cada viajero en función de si permanecía en la ciudad un día, tres, una semana… o un mes.

Marrakech es la más genuinamente africana de las ciudades del norte del continente. El animismo y la vitalidad del sur del Sáhara y más allá parecen sobrepasar las cumbres nevadas del Atlas y derramarse sobre sus tapias de color rosa, amalgamándose con la cultura marroquí. La plaza Jemaa el Fna es el gran vórtice y escenario de ese mundo. Uno de los artífices de su conservación fue el escritor Juan Goytisoloque vivió en Marrakech sus últimos veinte años. Cuando supo que se iba a construir en ella un centro comercial de hormigón y cristal, con un aparcamiento subterráneo, lideró la asociación en defensa de Jemaa el Fna y fue el encargado de redactar el expediente gracias al cual fue declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad

La plaza Jemaa el Fna al atardece

Cruzar la frontera de España con Marruecos a veces es como pasar al otro lado del espejo. Entramos en un mundo con elementos en común pero donde la realidad cambia sustancialmente. Francia o Portugal no deparan, ni por asomo, una experiencia parecida. Yves Saint Laurent fue uno de los artistas fascinados por Marrakech (“la ciudad me enseñó, de verdad, lo que era el color”, cuenta en sus memorias). Y como harían otros más tarde, se construyó su propia residencia en la ciudad. Moroccan interiors, un libro publicado por Taschen, pasa revista a esas casas palaciegas, donde la arquitectura islámica destapa el tarro de sus esencias y estimula a ciertos artistas o millonarios de Occidente. En sus páginas contemplamos espacios creados de modo artesanal que generan paz solo con mirarlos. Hoy Marrakech es un gran destino internacional que cuenta con más de un centenar de hoteles de cinco estrellas. Sus riads también han subido de categoría y no es raro que hayan reemplazado el pozo del patio por una buena piscina. 

Mis padres eran originarios de la provincia de Almería y vivían como panaderos en Río Martín, un pueblo de la costa norte de Marruecos, donde el río homónimo que desagua las montañas del Rif se encuentra con el Mediterráneo. Yo vine al mundo unos kilómetros cauce arriba, en Tetuán, tras un parto al que sobreviví a duras penas cuando el sacerdote ya acudía a despedirme con la extremaunción. En Río Martín viví hasta los cuatro años, hasta que la familia vendió el horno y nos mudamos a Barcelona.

Calle de Tetuán

Mi madre falleció la mañana de Navidad de 2009 y mi padre lo había hecho bastante antes. Eso me motivó a volar a Tánger durante el puente de la Purísima de 2010. Quería pasar esos días en Río Martín, donde había reservado hotel, para reencontrarme con el escenario de mi primera infancia, al que nunca había regresado. ¿Cómo sería eso de ver el salir el sol por la derecha desde aquella playa mediterránea mirando al mar, como si estuviera en Cantabria o Asturias? Por mi hermana Elisa sabía que el horno con que la familia paterna se ganaba la vida desde antes de la Guerra Civil ahora era un cibercafé. Mi abuelo murió en la primera semana de la sublevación militar, pues era el alcalde republicano del pueblo.

Pero las fechas de aquel billete a Tánger se convirtieron en las menos indicadas para viajar a Marruecos. Dos meses antes, veinte mil saharauis habían acampado al nordeste de El Aaiún para solicitar viviendas, trabajo o ayudas, en la mayor protesta desde que España abandonó el Sáhara Occidental en 1975. La respuesta del gobierno marroquí fue asaltar el campamento con miles de efectivos, en una operación de la que nunca se sabrá el número de muertos y desaparecidos. A la prensa occidental, y especialmente a la española, no se le permitió viajar para informar de los sucesos.

En cuanto aterricé en Tánger, policías de paisano preguntaban a los pasajeros su profesión en la misma escalerilla de la nave. En esa época  yo dirigía Cuerpomente, una revista de salud y bienestar natural, y en aquel viaje emocionalmente tan en busca de las raíces opté por la sinceridad: “Journaliste”. ¡Periodista, qué ingenuo! Con lo fácil que habría sido decir geógrafo, aunque no ejerciera entonces como tal. Me expidieron de vuelta a Barcelona en media hora en ese mismo avión, sin el menor interés por mi reserva de hotel en Río Martín o el pasaporte donde figuraba Tetuán como lugar de nacimiento. La Unión Europea, y con ella España, dieron por zanjado el conflicto con los saharauis pocos días después, firmando tres acuerdos comerciales con Marruecos. 

Habitación del hotel Dar el Sadaka. 

Con eso se me quitaron las ganas de intentar repetir aquel viaje. ¿Y si volvía a ser rechazado? Aquello no era como pretender tomar un té en La Mamounia. Pero en 2019 regresé a Marruecos, pues, después de 25 años juntos, Carlos y Nuria, dos grandes amigos de Madrid, celebraban su boda durante tres días en un hotel de Marrakech. Habían elegido un espacio fuera de serie que no admitía reservas individuales: era necesario contratar el complejo entero y sus vastos jardines. Tengo que reconocer que, en ese largo fin de semana, acaso como un cliente del Hotel Pitrizza de Cerdeña, no abandoné en ningún instante el establecimiento. Para nosotros, el paraíso de Alá estaba en aquellas estancias y jardines, por vibrante que resultase la ciudad que se extendía tras los muros.

Dar el Sadaka, “la casa de la alegría”, es una creación del artista francés Jean-François Fourtou, que tiene su residencia y estudio en la finca del hotel, propiedad de su padre Jean-René, presidente de honor del grupo francés Vivendi. Todas las habitaciones eran distintas y dignas de ser disfrutadas. En cada una reinaba el animal que le daba nombre, con esculturas hiperrealistas a gran tamaño: el Camello, las Abejas, el Burro, los Caracoles, las Jirafas, el Perro, las Tortugas…

Nos encantó la nuestra, consagrada a las Ocas. Las había a un lado de la cama y junto al fuego, también en un hermoso fresco casi a ras de suelo. La gran cama ocupaba el centro del espacio. Cuatro varillas de bronce ascendían verticales de sus cuatro vértices y luego se acercaban delineando una pirámide cuadrangular que hacía juego con la del techo, donde las aristas de los ladrillos formaban una estructura similar más amplia. Los únicos colores de la espaciosa sala (blanco combinado con naranja, como en las ocas) generaban una atmósfera de pureza y calma. A los pies de la cama se abría un saloncito con dos sillones, una hermosa chimenea y lámparas morunas que salpicaban la pared con sus telarañas de luz. Más allá de la chimenea, una puerta acristalada conducía a un patio privado. Al fondo a la izquierda se hallaba el vestidor; y a la derecha, el cuarto de aseo, con una gran bañera redonda a la que se accedía a través de un arco en un espacio pleno de simetría.

Sala común del hotel Dar el Sadaka.

Las salas comunes eran otra delicia. Los orangutanes que formaban una cadena colgante en el techo de la biblioteca lucían un extraordinario pelaje pelirrojo; daba gusto acariciar la piel y la musculatura de la enorme jirafa que inclinaba su cuello sobre la gran mesa ovalada del comedor.

El asombro seguía creciendo al recorrer los enclaves especiales con que contaba la finca. Como en un mundo de Gulliver, la Casa del Gigante y la Casa Tres Cuartos aumentaban o reducían la escala de las residencias campestres de los abuelos de Jean-François Fourtou. Venían a ser un homenaje exquisito a su infancia. Cualquier detalle de la decoración (camas, mesas, armarios, lámparas, regaderas, libros, lápices, vajilla, escobas…) parecía auténticamente antiguo en su perfección, pero tenía un tamaño en consonancia con el edificio: enorme en la Casa del Gigante (había que trepar para sentarse en una silla) y más pequeño de lo normal en la Casa Tres Cuartos.

Paseando entre los huertos, veíamos muñecos vestidos de jardineros con calabazas en vez de cabeza, atareados en todo tipo de labores con auténticos aperos de labranza. Una vivienda construida enteramente en adobe, homenaje a la arquitectura vernácula de África, estaba colonizada por unas impresionantes hormigas en fibra de vidrio de al menos un metro de tamaño.

La Casa Invertida. en los jardines de Dar el Sadaka.

Pero la gran estrella del jardín era la Casa Invertida. Recordaba esas casas que dibujan los niños con un árbol al lado: de dos pisos, más una buhardilla con el tejado inclinado a dos aguas. ¡Y estaba literalmente cabeza abajo en medio de un campo, como un objeto que hubiera caído del cielo! Se apoyaba en la tierra sobre uno de los aleros del tejado, mientras el otro se elevaba oblicuo. Eso significaba que el techo plano del segundo piso, bajo el desván, y por el que se caminaba nada más entrar, formaba una rampa de unos 20 grados de inclinación. 

Nos habían advertido que en la Casa Invertida uno se mareaba desde el primer instante. Fue muy divertido comprobar que era cierto. El cerebro da por hecho que las paredes de una casa se elevan en ángulo de 90 grados, a partir de ahí se organiza el equilibrio del cuerpo. Pero allí las paredes debían formar ángulos de unos 70 grados. Había que avanzar muy despacio y la única forma de evitar el mareo era mantener el cuerpo completamente vertical, de entrada abriendo o cerrando el ángulo que formaban los pies y las pantorrillas, y siguiendo de ahí hasta la coronilla. Nos sentíamos como astronautas y nos partíamos de risa.

Como andábamos por el techo, si mirábamos para arriba veíamos los muebles de cada habitación colgando firmemente anclados de las baldosas del suelo. En las puertas invertidas, el umbral era un tabique de medio metro de altura que debíamos franquear como si fuese una pequeña valla. Subir por la escalera de madera para acceder al piso de abajo (habíamos entrado por el de arriba) era otro reto espacial. Cada habitación era una pequeña obra maestra en cuanto a mobiliario que reproducía las viviendas campestres o portuarias de la Francia atlántica de hará casi un siglo. La sopa de calabaza no caía de aquellos platos en la mesa de la cocina, pero brillaba como si fuese auténtica. 

nterior de la Casa Invertida.

En cuanto te distraías con el móvil o se te iba un poco la cabeza, bastaba con recuperar la verticalidad, atendiendo a la conciencia corporal en vez de al escenario. Alguien lo sintetizó con una frase chistosa: “Bien colocado, no te mareas”. Aquellos días de fiesta, baile y magníficas comidas sin salir de Dar el Sadaka fueron un deleite y los recordamos a menudo en los meses siguientes, cuando empezó el confinamiento por la covid. 

Esta historia de hoteles con Marrakech como hilo conductor concluye en Madrid, adonde acudí en enero de este año con motivo de la feria Fitur. Aproveché la ocasión para visitar Sportivo, mi tienda de ropa masculina favorita en la capital, que además estaba de rebajas. Un cliente hablaba con el dueño y le comentaba que Use llevaba un mes en Marrakech, invitado en una casa magnífica. No pude evitar preguntarles: “Ese Use, ¿es Use Lahoz?” Resultó que sí. Les expliqué entonces que lo conocía, pues solía escribirnos excelentes artículos. Y así fue como, meses más tarde, le encargamos a Use Lahoz el magnífico reportaje de 20 páginas sobre Marrakech que incluye el número 286 de Viajes National Geographic, ya a la venta. Estoy seguro de que disfrutaréis tanto con él como con esa ciudad irrepetible. Y aparte de las fotografías, hay otros relatos excelentes en ese número. El artículo de Sergi Ramis sobre el sur de México es una pequeña obra maestra en su género. Él era el jefe de redacción de Altaïr cuando Ana Puértolas bromeaba sobre el Hotel Pitrizza.

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