La deserción electoral es un fenómeno que, hoy más que nunca, da señales de alarma. No se trata solo de las elecciones, sino de una crisis mucho más profunda: la deserción de la militancia orgánica, ese hartazgo callado pero retumbante de aquellos que, alguna vez, creyeron que la política era el único camino para transformar el país.
En la década del 2000, muchos de nosotros, nacidos del fervor militante, creímos que el neoliberalismo era solo una fase pasajera, una mala racha histórica. Imaginábamos que el futuro nos pertenecía: un mundo donde la justicia social, el trabajo y la solidaridad serían las banderas de una Argentina mejor. Pero los años pasaron, y lo que antes parecía un sueño transformador, hoy se ha convertido en una pesada carga. El sistema neoliberal ya no es un “enemigo transitorio”; es una estructura consolidada que se infiltra en nuestras vidas cotidianas, en nuestras mentes, en nuestras relaciones laborales y sociales.
El hartazgo ya no solo lo vemos en el “anti-político”, sino en quienes antes soñaron con cambiar el país desde la militancia. La política se transformó en una máquina de desgaste, una maquinaria que, más que mejorar la vida de las personas, parece consumirlas. Los militantes de ayer hoy dudan: ¿ir a votar por un sistema que nos ha traído hasta aquí? ¿A qué fin sirve votar si no hay alternativas claras que nos representen?
La encuesta del malestar
Hace poco, realicé un pequeño experimento en mis redes. Pregunté, de manera abierta y simple, sobre el sentimiento actual de los militantes y politizados: “¿Qué hacer cuando ya no queremos votar? ¿Cuando sentimos que nos traicionaron tanto los gobiernos como las oposiciones?” Más de 1,000 respuestas de personas que alguna vez creyeron en la política, hoy vacilantes entre votar “por obligación” o dejar de hacerlo. La mayoría está resignada, muchos ya no saben si el voto tiene sentido. La respuesta fue clara: el malestar es masivo.
Los comentarios privados fueron reveladores: desde un militante gremial de Patagonia que admitió su indecisión, hasta un delegado sindical de La Bancaria que expresó su hartazgo profundo: “Ya no quiero saber nada, ni votar a los mismos de siempre.” Y los jóvenes no son ajenos a esto. Muchos, como un militante de La Cámpora, expresaron su desconcierto: “La política está podrida, nosotros tampoco decidimos nada.”
El vacío y el desencanto
Pero la desesperanza no solo se siente entre los que no quieren votar. La gran pregunta es: ¿quién representa hoy a los que ya no se sienten parte de ningún proyecto político? ¿Quién es la voz de los desilusionados, de los que ya no creen ni en el oficialismo ni en la oposición?
Los líderes actuales, esos mismos que prometieron ser el cambio, no han entendido la magnitud de esta crisis. Se aferran a las estructuras antiguas, a las “lapiceras” y los acuerdos de siempre. Pero el país está cambiando. Los jóvenes y los militantes están hartos del circo político. No quieren ser parte de una maquinaria de poder que no resuelve nada, que solo promueve su propia supervivencia política.
El dilema es claro: el sistema electoral se está vaciando de sentido. Votar ya no genera esperanza. La política, tal como la conocemos, ya no tiene la capacidad de movilizar a las masas como antes. El futuro parece incierto, y las alternativas se diluyen en un mar de promesas incumplidas.
El colapso del sistema político
Este malestar no es nuevo. Lo que está sucediendo es parte de un ciclo. Argentina, desde hace años, vive la “muerte lenta” de su democracia electoral. Pero hoy, más que nunca, esa deserción electoral es un síntoma de algo mucho más grande: el colapso del sistema político. El mismo sistema que creó las condiciones de desigualdad, la precariedad laboral y la corrupción, es el que hoy nos pide que votemos. Pero la desilusión crece.
La “nueva política” parece una broma, una respuesta vacía frente a un sistema que ya no convence a nadie. Los militantes de ayer, de izquierda, de derecha, del centro, ya no se sienten representados. El vacío que se genera es peligroso, porque el desencanto se convierte en apatía y la apatía, en desafección.
¿Qué nos queda entonces?
La salida no está clara. Quizás la política, tal como la conocemos, ya no tenga respuestas. Es hora de repensar todo. Quizás el futuro de Argentina no pasa por elegir entre el mal menor, sino por crear algo nuevo. Algo que nos incluya a todos, no solo a los que se reparten el poder entre sí. Es hora de una rebelión civilizatoria, de una reorganización de la política que no dependa de las viejas estructuras. Es hora de imaginar un país donde la política vuelva a ser lo que soñamos: una herramienta para mejorar la vida de todos.
¿Lo lograremos? La respuesta está en nuestras manos. La verdadera pregunta es si, en este momento, hay algo por lo que valga la pena luchar.
Alejandro Monzón para Diario Análisis Litoral https://www.analisislitoral.com.ar/