¿Renunciará Alberto Fernández? 

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Por Martín Caparrós (EL PAIS – España)

A ningún presidente le entusiasma el oprobio de retirarse antes de tiempo; hay pocas evidencias más evidentes del fracaso. 

Una pregunta recorre Buenos Aires. Pulula en mentideros y mentes retorcidas, en medios que la callan e intermediarios que la gritan, en whiskerías oscuras y en la cancha de Boca: ¿y si Alberto Fernández renunciara?

Es obvio: a ningún presidente le entusiasma el oprobio de retirarse antes de tiempo; hay pocas evidencias más evidentes del fracaso. Solo que Fernández ya lo ha demostrado sin lugar a dudas: sus enemigos, sus ex aliados, sus pocos aliados, sus compañeros e incluso sus cuatro amigos tienen claro que su presidencia fue un fiasco —y por eso hace días desistió de buscar la reelección. Pero no es lo mismo hundirse solo que hundir el barco en un gran gesto: quemar las naves, mostrar una vez más que lo Cortés no quita lo caliente.

Recapitulemos: hace cuatro años, cuando agonizaba el gobierno del ex Mauricio Macri, Fernández Alberto era un exfuncionario del kirchnerismo que se había vuelto un duro crítico del kirchnerismo y deseaba —confesó después— que el gobierno peronista próximo le prestara la embajada en Madrid: el palacete es muy coqueto y en la ciudad se come bien y se conoce gente.

Fue entonces cuando su exjefa, la expresidenta Fernández Cristina, tuiteó que Fernández Alberto sería su candidato a presidente y ella misma su vicepresidenta. Fue democracia pampa en todo su esplendor: la patrona había hablado y no había más que hablar. Meses después el gobierno desastroso de Macri les entregó las elecciones y asumieron. Desde ese día, la vice Fernández no dejó nunca de socavar al presi Fernández: lo miraba con asco, lo criticaba en público, lo obligó a echar a varios ministros, le impidió gobernar y, entre los dos y su pelea, produjeron esta situación aún más desastrosa.

La Argentina es un país al borde, siempre al borde, más al borde aún. Se calcula que la mitad de sus ciudadanos recibe alguna limosna del Estado, que el 45% vive bajo la línea de pobreza y que más de cuatro millones de personas no comen lo que necesitan.

En Buenos Aires, donde cada vez más personas duermen en las calles y los restaurantes caros están más y más llenos y el malhumor avanza, la inflación se acerca a los niveles europeos, solo que aquí es mensual lo que allí es anual. (Los billetes son un ejemplo del disparate consagrado: el de más valor es de 1.000 pesos, que hace unos días eran tres dólares y ahora son dos. Así que cualquier operación en efectivo implica bolsas, mochilas de dinero. Y hace siete años que los gobiernos argentinos no quieren emitir billetes de más cifras para que no parezca que su peso vale menos. Gobernar, siguen creyendo, es cuestión de apariencias y relatos. Aunque en 2016, cuando se lanzó este billete de 1.000, un dólar valía 15 pesos y anteayer valió casi 500, 33 veces más: no es fácil de disimular. Ahora, en un gesto arrojado, anuncian para algún día más o menos cercano el lanzamiento de un billete mayor, tremenda audacia: serán 2.000 pesos, alrededor de cuatro dólares —hoy).

Por todo eso –y tantas otras cosas–, el poder ejecutivo se fue limando y limitando tanto que ya no queda casi nada. El presidente Fernández es una momia sin pirámide. Pero atesora esa última arma: renunciar. Tampoco renunciaría a tanto: solo tiene siete meses de zozobra por delante. Pero, si lo hiciera, la vicepresidenta Fernández debería reemplazarlo y hacerse cargo del naufragio: dejar de ser una comentarista indignada de su propio gobierno y ejercerlo, ser la cara definitiva del desastre. A menos que, recelosa como siempre, escurridiza, decidiera no aceptarlo y renunciar también: en tal caso, su final no sería hundimiento sino huída. En cualquiera de los casos, su carrera terminaría de una vez por todas.

Dicen —pero cómo saberlo— que Fernández Alberto sopesa la posibilidad mientras un hilo de baba se le escurre por la comisura izquierda: la tentación hecha saliva. Sería la venganza más dulce: llevarse consigo a la autora de su gran derrota, manipular a la gran manipuladora. Y sería, también, una reivindicación personal: demostrarles a todos esos que lo toman por tonto que más tontas serán sus abuelas —o incluso sus abuelos. Y hasta podría, para acabar de decidirse, disfrazarlo de Servicio a la Patria: liberarla para siempre de su sombra negra y todo su séquito sequito, incluido un hijo que, para dejarlo claro, se llama Máximo —y pretende heredar el trono de sus padres.

Fernández Alberto tiene claro que no tiene mucho tiempo: si se decide —cosa que nunca le resultó fácil—, deberá hacerlo antes de fin de junio. Tiene, por fin, después de aguantar tanto, la posibilidad de dar un golpe de timón, voltear la mesa, decir acá estoy yo. El costo personal sería importante; la satisfacción personal también lo sería, y le queda el viejo truco del Servicio. No debe ser fácil tomar la decisión, pero tampoco imposible. Varias más duras debió tomar en estos años y, por si acaso, no acertó en ninguna.

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